martes, 30 de septiembre de 2008

Helena

Mami, quiero ser una de esas mujeres que vuelan

Mi madre dejó la papa que estaba pelando, se dobló hacia mí y me abrazó. Las lágrimas comenzaron a humedecerme los hombros. Ella no me entendía, yo no la entendía. A pesar de eso, de no entenderme, creo que fue el primer momento en el que se dio cuenta que todo lo que ella quería para mí me haría completamente infeliz. Y lloró. Lloró lo más amargamente que se puede llorar a un hijo, incluso más amargamente de lo que se los llora a los que se han muerto. Ese gesto creo que debí haberlo echado al olvido inmediatamente pero por alguna razón, verla así, con las manos roñosas de la cáscara de la papa, el delantal, y ese llanto entrecortado, hiriente y rasposo quedó como uno de los episodios más inolvidables y referenciales a lo largo de mi vida.
Nunca entendí bien por qué pero tampoco me entendí a mí misma. Es que sin quererlo, siempre estaba hablando de otra cosa. No por pedantería, ni siquiera por ansias absurdas de pretender ser bohemia... las paráfrasis siempre eran menos dolorosas. Andado el tiempo esto me ocasionó una triste melancolía y una creciente incapacidad para poder dar, sin demasiados rodeos, una explicación certera acerca de lo que quería decir. Este no deliberado barroquismo terminaba frustrándome puesto que la gente tendía a entender lo que yo no quería decir y viceversa. Por lo tanto, si a los demás les costaba trabajo entablar relaciones coherentes conmigo, imagínense qué problema tenía yo, que tras no articular mis sentimientos, debía autodefinírmelos. Si bien, ese fue el inicio de mi discurso indirecto, mi madre, entre su llanto y sus papas, no entendió y, paradójicamente, entendió.
En mi casa no me habían vedado jamás el acceso al mundo adulto y siendo yo tan pequeña había logrado comprender los secretos más íntimos y exclusivos de esas personas tan exhuberantes. Todo estaba sin llave, las puertas siempre permanecían abiertas, el televisor tenía un horario de protección que no se respetaba. Todas las preguntas que a mí se me ocurrieran formular eran propiamente contestadas sin rodeos como algo natural. Y cuando tuve edad para leer, los estantes de la biblioteca me ofrecieron una paleta de la más variada selección de autores. Mi madre había estudiado hacía muchos años, antes de conocer a mi padre. Por esas razones creo yo que me llamó Helena con todas sus espectativas y su biblioteca a cuestas. Pero cuando cumplí 11 años me dí cuenta la triste verdad al verla sentada en un sillón en el patio semi encorvada, comiendo una mandarina y mirando al suelo con una mirada perdida, casi imbécil, en el rostro... jamás la había visto con ninguno de esos ejemplares tan maravillosos que yo había deshojado fervientemente. Y a cada pregunta que yo le hacía sobre el argumento de alguno de ellos siempre la misma respuesta:

No me acuerdo.

que podía variar en

Hace tanto que lo leí...

o cuando yo me ponía muy molesta concluía en el tan antipático

Tenés razón

Una sombría tristeza cubrió mi corazón poco a poco como cuando sucede con el agua decantada; el sedimento, de a poco, casi sin notarse, va a parar al fondo del frasco. Ahí entendí que ella ya no me entendía, que había dejado de entenderme hacía mucho y hasta que había olvidado el por qué me había llamado Helena. Por eso, cuando le dije eso unos años antes había sido un golpe terrible porque supo que estaba condenada al mundo del papel, supo que sería una persona que no pasaría simplemente por la vida sin más sino que a cada paso estaría trazando una línea que remitiría atrás, adelante y a ese mismo instante. Debe ser por eso que aún sin saber escribir y en mis ansias por aprender las primeras letras manuscritas tengo hojas enteras de garabatos, émulo de escritura, en las que salta a la vista, sin dudarlo un momento, las dos cruces, la alta de la t y la subterránea q.

1 comentario:

Syan dijo...

me en-can-tó

helena.no!
hel-ena-no!


em, si, perdon

te voy a mandar un mail lueguito