jueves, 18 de septiembre de 2008

En busca del sueño perdido. La vida pasa mientras dormimos III

Como era de esperarse, desesperadamente mascó un trozo de pan con dulce que estaba gomoso. Supo que estaba cansada de escribir en primera persona mientras masticaba ese cuasi chicle de miga y empalagoso néctar con una que otra nuez a cada muerte de obispo. Miraba por la ventana recién despierta y molesta porque su madre la llamaba en esos escasos cinco minutos de los que disponía para merendar entre siesta y alumno. Supo luego que era para algo completamente banal lo que sólo logró molestarla más. Entre los miles de intentos que había hecho para no sucumbir a la cama encontró el atlético salir a caminar (bajo las inclemencias de puto viento... ¡puto viento!), el despabilatorio tomar un baño y hasta la medida extrema de depilarse. Luego se cortó el agua. Aunque carente de lógica muchas veces solía asociar esas tareas engorrosas con calamidades ulteriores.
Ya casi es la hora y no recuerda que soñó en ese sueño pesado, en ese sueño de emergencia entre las 5.30 y las 6.10 de la tarde. Sueño interrumpido por la luz prendida una vez por su padre. Luego lo retomó sin mayor problema. Obviamente, estaba muy cansada. Pero no recordaba.
Oteaba la cortada desde la ventana, de pie, con el pan gomoso a medio comer intentando divisar la camioneta azul o bordó o negra o verde. No recordaba el color no porque fuera daltónica sino porque siempre la veía de noche, a una hora en la que los colores se escabullen indecorosos como las histéricas damiselas bolicheras ebrias que niegan demasiado tarde lo que ofrecen con insistencia. Varias pasan pero ninguna acierta a parar. Ruega desesperada que se retrase algunos minutos así puede masticar atragantadamente otro mordisco del pan embadurnado. Odia las tostadas aún más que el pan añejo pero su padre ha decidido que como a él le gustan, no comprará más pan. El escaso matecocido humea como exprimido de la canilla, una ubre de metal brillante; ubre seca, vieja y arrugada que le dio las últimas gotas antes de arrugarse y convertirse en cenizas, en alimento para larvas de calliphora vicina. No lo toma, está más apurada para comer ante la prisa de particular.
Sigue intentando recordar mientras el minutero corre. Había sido esa clase de sueño muerto, sueño bofe, sueño del que uno no quiere y resiste a volver. Pero tenía el convencimiento que algo había vivido en esos minutos, algo sumamente importante. Simplemente no lo recordaba. Como no recordaba el color de la camioneta (¿la camioneta no sería también un sueño?). Y seguía mirando, haciendo el doble esfuerzo del doble recuerdo y de la doble petición: pedir por acordarse y pedir por que llegara más tarde así podía terminar su merienda antes que se pusiera el pan más gomoso y el dulce se llenara de hongos, cosa que sería una verdadera lástima. Mascó una vez más irritada de pie, pensando en lo que la molestaba, en el sueño, en que estaba recuperando el sueño que esa noche no iba a tener, en que todo esto... en que todo esto sin duda debía anotarse, ¡por supuesto! estar anotado, ocupar un lugar, ya fuera en una hoja borrador o en un formato cibernético más económico. Buscó la hoja, total no venía y ya se había terminado el pan. Vuelve con la hoja a la ventana, ve que la camioneta paró y baja la madre para dar paso al hijo. Opa, la madre, ¿vendrá a hablar? No, se vuelve a subir. La camioneta arranca, deposita la hoja sobre la mesa. Y una vez más no supo ver de qué color era...


Feliz cumpleaños papaíto

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