domingo, 23 de junio de 2013

Ellos

Ella salía de nadar, por lo que estaba mojada, bajo el paraguas, bajo la lluvia. Él se había estado tomando un café en un AM PM. Sus labios eran rojos en la oscuridad de la noche. Su pelo negrísimo, mojado, más negro en la oscuridad de la noche. La vio cruzar la calle. Él no estaba mojado. Estaba bajo el techo de la parada. Se sentaron en el mismo asiento del bondi y no se hablaron. Esa noche oscura, ella se bajó con él y la pasaron juntos. Su risa entre los labios rojos era como perlas que caen en un piso de madera.
 Por la mañana se fue, sin decir mucho. Él se quedó un momento en la penumbra del departamento y se incorporó. La siguió. Ella se deslizaba por la calle, fluía entre las personas y los autos. Él, más etéreo, pero también más terco, casi la rozaba con sus miradas ardientes que se apagaban en la superficie del sobretodo gris oscuro que ella vestía. Si la perdía, la volvía a encontrar por sus labios rojos y su risa de cántaro. Así como la encontró el día anterior, se le escapó también en ese momento cuando se subió en un taxi y se lo tragó el vapor y la humedad.
Unos días después parecía que todo había sido un sueño. El sol rajaba el asfalto y las paredes de la casa, de la oficina, del bar, de todos lados. La gente buscaba sombra desesperadamente, o agua o alivio. En esa atmósfera seca, casi surrealista la vio por la ventana. Ella le hizo señas, él la dejó pasar. La quemó con el toque de sus manos, una fina capa de sudor la cubría. Sus labios rojos rieron otra vez esa noche y él se prometió que quedaría la risa grabada para siempre en su piel.
Los encuentros se sucedieron con el mismo ritmo y voluptuosidad que las tormentas de verano. Pronto ella se iba y él la seguía para descubrir su identidad, su vida. Pronto vio que se encontraba con otros hombres, en la calle, en los cafés, en los departamentos. Pronto comenzó a odiarla con el mismo ímpetu con el que la deseaba. Pero ella era libre, lo había entendido bien desde el momento en que la escuchó reírse. Él también era libre pero se había atado a ella de voluntad propia y sabía que ya ninguno existía sin el otro. Le molestaba, sin embargo, saber que ella volvería así como volvía con ellos.
Sus paseos por la ciudad ya no eran placenteros. A veces sentía un par de ojos entre los árboles del parque, o alguien que lo chocaba accidentalmente. Ardía por dentro, detestaba todo, en especial se detestaba y la detestaba. Y detestaba la idea que había comenzado a formarse en su cabeza aunque sabía que era la única salida posible.
A la noche, esa noche, la abrazó como siempre, ardientemente recorrió su cuerpo. Ella reía y fluía por la habitación, por la cama, por el aire caía como rocío colmando cada rincón. La miró fijamente. Recorrió su pelo, su cara y con infinita tristeza apretó su cuello mientras ella reía y reía histéricamente. Con odio creciente la asfixió y aún después de muerta apretó más y más porque parecía que seguía riendo en su cabeza con un eco ensordecedor. Tiró el cuerpo en la laguna del parte, sin demasiada poesía, envuelto en una bolsa negra.
Nada sucedió al incidente, como si el mundo no existiera, o, más bien él no existiera en el mundo o ella no hubiera existido en el mundo. Siguió su vida, al menos en esos días, sin remordimientos, culpas o recuerdos. Aunque, naturalmente, no fue así por mucho tiempo. Un día creyó reconocer en el subte a uno de los amantes. Quizás no le molestara tanto el hecho de haberlo visto sino la actitud del fulano: traje y corbata, expresión soberbia y dura, maletín. Lo siguió como hacía con ella, también a él y en un callejón lo apuñaló. No opuso resistencia, murió apenas a la segunda puñalada. Él se alejó del lugar y buscó la casa del segundo amante. Acechó en la vereda hasta que lo atacó sacando la basura, de un disparo. El tercer amante murió en el ascensor de su trabajo, ahorcado con un cordón. De camino a su casa mató a los amantes cuatro, cinco y seis. El séptimo y octavo murieron casi al mismo tiempo porque eran amigos y estaban juntos. En la puerta del edificio se encontró con su vecino quien se asemejaba espantosamente al noveno amante por lo que lo golpeó contra la pared y murió en el acto. 
Al traspasar la puerta de su casa estaba cansado. Sabía que su tarea recién comenzaba; todos parecían sus amantes, todos la habían tenido. Preparó la bañera y al sumergirse la vio a través del agua, riéndose y fumando, empujándolo debajo hasta extinguirlo. Llevaba su sobretodo azul oscuro. Ella apagó su cigarrillo con solo mirarlo y lo tiró a la laguna donde él, inherte, estaba sumergido. Los dos opuestos nunca murieron a manos del otro; más bien repitieron eternamente sus mutuos asesinatos.

martes, 11 de junio de 2013

Spielhur

Apolo

Luz a la noche, miro a través de la pesadilla. La cortina está corrida apenas, pareciera que hay una sombra parada que me observa y yo a ella. La fiebre, con indiferencia, me cierra los ojos. Hacé lo que quieras, llevame o dejame. Me mira y yo no la miro a ella. Silenciosa se queda muda e inmóvil no se mueve. De nuevo con indiferencia, la ignoro, cansada de la enfermedad. Hacé lo que quieras.
En la misma pieza despierto al día siguiente y días más tarde despierto nuevamente. Despierto y despierto de nuevo y parece que no existiera la fiebre, la sombra, la muerte. Hacé lo que quieras me dijo. Y en uno de esos despertares comprendo que mi indiferencia resultó insultante. Y ofendida una luz nueva se lleva.
Ese otro día, prendo la vela. Arde en su luz la muerte del día. Alumbra desde las tinieblas sin saber que ya era niebla. Se consume entera. Y mi cuerpo, en la cama sentado no sabe entenderla. Hacé lo que quieras me dijo; y se llevó una estrella.

In memoriam