jueves, 24 de octubre de 2013

Carta de cumpleaños

¡Feliz cumpleaños!
Acá estoy, frente al papel, intentando escribirte una carta que exprese lo mucho que lamento que te encuentres vos allá y yo acá, tan lejos, tan lejos...
Por esta razón es por la que me pongo en este preciso momento a redactar unas líneas que expresen medianamente de manera estereotipada lo que me gustaría estar haciendo si estuvieras acá y no allá, con este día de octubre tan cálido. Bueno, acá voy.
En primer lugar, me doy cuenta del gesto completamente anacrónico y costoso que implica el correo postal contemporáneamente. Garabateo estas líneas sin dejar de pensar el gasto que implica ir hasta el correo y después lo que me van a querer cobrar por un sobrecito para el extranjero. Totalmente indignante. Las oficinas postales llenas de gente, el funcionario público que te atiende como el ojete y las tres colas diferentes que tenés que hacer: informes, cartas y envíos al exterior. El día que no daba para ir caminando porque hacía calor, la bici si la dejás afuera te la roban y el colectivo que te pide medio riñón cada vez que hacés un viaje. Pero elegís una de esas opciones y te mandás, total lo tenés que hacer, así como tenés que hacer mil cosas más ese día.
Pero antes de eso tenés que escribir la carta ¿Y qué escribís? Y bueno, que "feliz cumpleaños", "te extraño" y "cómo estás" son un buen comienzo... y... y... ¿y qué más? No, no la canción de Los Piojos, no... genial, ya no me la puedo sacar de la cabeza. Retomemos, a ver, el día está lindo, salgamos al Paseo. Estamos vos y yo en el Paseo, tirados en el pasto, entre el sol y la sombra. Ah! pero seguramente que por la fecha estoy rindiendo algo así que yo tengo un libro, sí, un libro. Vos estás acostado al lado escuchándome leer en voz alta los versos de... no, no, pará, estoy preparando Análisis del Discurso, nada de versos. Te leo el modelo Sistémico Funcional de Halliday. Ahí, en medio de la estructura de transitividad, en el Paseo, bajo los árboles y los ruidos de los autos y de las personas que salen a correr y a tomar aire. Ay, qué romántico! imaginate! Pero después de 10 minutos me empiezan a molestar los bichos que me pican, vos te quedaste dormido de lo aburrido del tema. Te despierto. Y si vamos a un banco? En el banco saco el mate y lo empiezo a preparar. Se levanta viento y me vuela el termo que estalla en mil pedazos. En ese momento también pasa una nube pasajera, porque es primavera y la primavera en Bahía Blanca es así, y se larga una llovizna. Al empezar a volver, la llovizna se transforma en temporal por lo que llegamos a duras penas a casa donde se cortó la luz. En casa, de paso, no estamos solos así que nos sentamos en la semipenumbra mientras entra agua por la ventana que da al sur y empieza a mojar el piso y un toma que está cerca. Antes del desastre secamos todo, nos preparamos algo para merendar y nos damos cuenta de que no hay nada y que hay que salir a comprar bajo la lluvia. Hambrientos, enojados y cansados preferimos acostarnos a dormir a hacer cualquier otra cosa y que mañana sea un día mejor.
Me salí del escenario idílico que quería regalarte para tu cumpleaños. Espero que esta carta, por lo menos, te llegue el jueves y no después, sino ni siquiera tiene sentido que me haya sentado a escribir. Te deseo lo mejor en este día. Te amo.
Irene

jueves, 29 de agosto de 2013

Escritura interrumpida por una tarde inusual de invierno

Estaba tan lindo. Calorcito de verano y sol y estaba tan lindo. Como no se dan muchas veces en la vida. Yporquéesque los escritores escriben y triunfan o no triunfan pero estudian leen y publican? Porque no estaba tan lindo como hoy. No me vengan a joder que Dostoievsky se la pasaba escribiendo con 35 en invierno. Yo quiero salir y tomar sol y aire y viento y vida y a él, que estaba tan lindo con sus ojitos que sonreían. Adentro los libros me gritaban. Yo en la tarde de 35 en invierno les cerré la puerta, las hojas, las tapas y me aferré al instante en el que a la sombra se sintió el ahora. Estaba tan lindo.

domingo, 23 de junio de 2013

Ellos

Ella salía de nadar, por lo que estaba mojada, bajo el paraguas, bajo la lluvia. Él se había estado tomando un café en un AM PM. Sus labios eran rojos en la oscuridad de la noche. Su pelo negrísimo, mojado, más negro en la oscuridad de la noche. La vio cruzar la calle. Él no estaba mojado. Estaba bajo el techo de la parada. Se sentaron en el mismo asiento del bondi y no se hablaron. Esa noche oscura, ella se bajó con él y la pasaron juntos. Su risa entre los labios rojos era como perlas que caen en un piso de madera.
 Por la mañana se fue, sin decir mucho. Él se quedó un momento en la penumbra del departamento y se incorporó. La siguió. Ella se deslizaba por la calle, fluía entre las personas y los autos. Él, más etéreo, pero también más terco, casi la rozaba con sus miradas ardientes que se apagaban en la superficie del sobretodo gris oscuro que ella vestía. Si la perdía, la volvía a encontrar por sus labios rojos y su risa de cántaro. Así como la encontró el día anterior, se le escapó también en ese momento cuando se subió en un taxi y se lo tragó el vapor y la humedad.
Unos días después parecía que todo había sido un sueño. El sol rajaba el asfalto y las paredes de la casa, de la oficina, del bar, de todos lados. La gente buscaba sombra desesperadamente, o agua o alivio. En esa atmósfera seca, casi surrealista la vio por la ventana. Ella le hizo señas, él la dejó pasar. La quemó con el toque de sus manos, una fina capa de sudor la cubría. Sus labios rojos rieron otra vez esa noche y él se prometió que quedaría la risa grabada para siempre en su piel.
Los encuentros se sucedieron con el mismo ritmo y voluptuosidad que las tormentas de verano. Pronto ella se iba y él la seguía para descubrir su identidad, su vida. Pronto vio que se encontraba con otros hombres, en la calle, en los cafés, en los departamentos. Pronto comenzó a odiarla con el mismo ímpetu con el que la deseaba. Pero ella era libre, lo había entendido bien desde el momento en que la escuchó reírse. Él también era libre pero se había atado a ella de voluntad propia y sabía que ya ninguno existía sin el otro. Le molestaba, sin embargo, saber que ella volvería así como volvía con ellos.
Sus paseos por la ciudad ya no eran placenteros. A veces sentía un par de ojos entre los árboles del parque, o alguien que lo chocaba accidentalmente. Ardía por dentro, detestaba todo, en especial se detestaba y la detestaba. Y detestaba la idea que había comenzado a formarse en su cabeza aunque sabía que era la única salida posible.
A la noche, esa noche, la abrazó como siempre, ardientemente recorrió su cuerpo. Ella reía y fluía por la habitación, por la cama, por el aire caía como rocío colmando cada rincón. La miró fijamente. Recorrió su pelo, su cara y con infinita tristeza apretó su cuello mientras ella reía y reía histéricamente. Con odio creciente la asfixió y aún después de muerta apretó más y más porque parecía que seguía riendo en su cabeza con un eco ensordecedor. Tiró el cuerpo en la laguna del parte, sin demasiada poesía, envuelto en una bolsa negra.
Nada sucedió al incidente, como si el mundo no existiera, o, más bien él no existiera en el mundo o ella no hubiera existido en el mundo. Siguió su vida, al menos en esos días, sin remordimientos, culpas o recuerdos. Aunque, naturalmente, no fue así por mucho tiempo. Un día creyó reconocer en el subte a uno de los amantes. Quizás no le molestara tanto el hecho de haberlo visto sino la actitud del fulano: traje y corbata, expresión soberbia y dura, maletín. Lo siguió como hacía con ella, también a él y en un callejón lo apuñaló. No opuso resistencia, murió apenas a la segunda puñalada. Él se alejó del lugar y buscó la casa del segundo amante. Acechó en la vereda hasta que lo atacó sacando la basura, de un disparo. El tercer amante murió en el ascensor de su trabajo, ahorcado con un cordón. De camino a su casa mató a los amantes cuatro, cinco y seis. El séptimo y octavo murieron casi al mismo tiempo porque eran amigos y estaban juntos. En la puerta del edificio se encontró con su vecino quien se asemejaba espantosamente al noveno amante por lo que lo golpeó contra la pared y murió en el acto. 
Al traspasar la puerta de su casa estaba cansado. Sabía que su tarea recién comenzaba; todos parecían sus amantes, todos la habían tenido. Preparó la bañera y al sumergirse la vio a través del agua, riéndose y fumando, empujándolo debajo hasta extinguirlo. Llevaba su sobretodo azul oscuro. Ella apagó su cigarrillo con solo mirarlo y lo tiró a la laguna donde él, inherte, estaba sumergido. Los dos opuestos nunca murieron a manos del otro; más bien repitieron eternamente sus mutuos asesinatos.

martes, 11 de junio de 2013

Spielhur

Apolo

Luz a la noche, miro a través de la pesadilla. La cortina está corrida apenas, pareciera que hay una sombra parada que me observa y yo a ella. La fiebre, con indiferencia, me cierra los ojos. Hacé lo que quieras, llevame o dejame. Me mira y yo no la miro a ella. Silenciosa se queda muda e inmóvil no se mueve. De nuevo con indiferencia, la ignoro, cansada de la enfermedad. Hacé lo que quieras.
En la misma pieza despierto al día siguiente y días más tarde despierto nuevamente. Despierto y despierto de nuevo y parece que no existiera la fiebre, la sombra, la muerte. Hacé lo que quieras me dijo. Y en uno de esos despertares comprendo que mi indiferencia resultó insultante. Y ofendida una luz nueva se lleva.
Ese otro día, prendo la vela. Arde en su luz la muerte del día. Alumbra desde las tinieblas sin saber que ya era niebla. Se consume entera. Y mi cuerpo, en la cama sentado no sabe entenderla. Hacé lo que quieras me dijo; y se llevó una estrella.

In memoriam