Los viajeros del altiplano, los pastores con los rebaños trashumantes, los pajareros que vigilan sus redes, los ermitaños que recogen raíces, todos miran hacia abajo y hablan de Irene. El viento trae a veces una música de bombos y trompetas, el chisporroteo de los disparos en las luces de una fiesta; a veces el desgranar de la metralla, la explosión de un polvorín en el cielo amarillo de los fuegos encendidos por la guerra civil. Los que miran desde arriba hacen conjeturas acerca de lo que está sucediendo en la ciudad, se preguntan si estaría bien o mal encontrarse en Irene esa
noche. No es que tengan intención de ir --y de todos modos los caminos que bajan al valle son malos-- pero Irene imanta miradas y pensamientos del que esta allá en lo alto.
Llegado a este punto Kublai Kan espera que Marco hable de una Irene como se ve desde adentro. Y Marco no puede hacerlo: qué es la ciudad que los del altiplano llaman Irene, no ha conseguido saberlo; por lo demás poco importa: si se la viera estando en medio sería otra ciudad; Irene es un nombre de ciudad de lejos, y si uno se acerca, cambia.
La ciudad, para el que pasa sin entrar, es una, y otra para el que está preso de ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja para no volver; cada una merece un nombre diferente; quizá de Irene he hablado ya bajo otros nombres; quizá no he hablado sino de Irene.
Las ciudades invisibles. Ítalo Calvino
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