lunes, 5 de octubre de 2009

La vida estética

Me levanto todos los días y preparo mi desayuno al mejor modo de las naturalezas muertas. Frutas, vegetales, hortalizas, vasijas, jarras… a veces antes de engullírmelos con culpa por estar arruinando algo perfecto, les saco una foto.
Tengo las paredes de mi casa atestadas de frases trascendentales y de cuadros renacentistas sólo para recordarme que el arte está en todos lados y que es muy importante. Hasta la lista del supermercado se organiza siguiendo los designios órficos y cabalísticos.
Mi ropa coincide con el día de la semana dependiendo del astro que lo rija y el peinado responde a un orden temático y numerológico. Procuro que todos mis intercambios con las demás personas no carezcan de belleza… al kiosco entro cantando como si se tratara de una ópera.
Sólo tengo amores destinados a ser épicos; ni me molesto en alguien que pueda volver mi vida y mis costumbres verosímiles y monótonas. Todo en estos romances está atravesado del más puro dramatismo sentimental. Y cualquiera de esas relaciones me dejan toneladas de poesía despechada o inspiradora. Otro tanto sucede con mis amigos. Estaría dispuesta a morir por ellos y viceversa… aunque nunca se da la situación.
Me desgañito gritando odas tristes a amigos que se van o amores que se pierden antes de tirar la cadena y pago los impuestos como la mejor escena de la mejor tragedia griega.
Todas las personas que conozco las idealizo y mis alegrías son extáticas. En cambio, las tristezas son titánicas y todas las noches, antes de irme a dormir y llorando de la manera más desgarradora posible, considero la forma más romántica de suicidarme; si envenenada, si desangrada, o de un simple estacazo al corazón.

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