martes, 17 de agosto de 2010

A Buenos Aires de ida y vuelta

Las ciudades, y más las superpobladas, tienden a tener olores de toda categoría, tipo y clasificación. El problema de los olores es una constante en mi vida; se imaginarán, con semejante apéndice nasal, ni lo más nimio le pasa a una inadvertido. Buenos Aires tuvo sus olores esta vez, más memorables que veces anteriores (aunque será siempre imposible borrar de mi memoria olfativa la esencia del departamento de Horacio y Lisandro... tómese en todos sus sentidos de evocación). Por cierto, ya debo estar habituada al smog puesto que ni lo noté. Sin embargo no pasó desapercibido el perfume del hombre de remera roja que me sacó a bailar en la milonga y que al día siguiente seguía impregnado en mi ropa. También mi campera conservó la esencia del desodorante de mi amigo Rudy. Y el italiano con el que bailé en la clase de Aurora Lubiz tenía puesta, como es debido, su buena dosis de colonia.
Muchas veces ya he ido a Buenos Aires. Creo que todas ellas fueron para probarme a mí y al resto de la gente que yo soy, que yo puedo y, más que nada, que no necesito a nadie para ayudarme a hacer lo que ya hago sola. Muchas de estas veces, los aprendizajes se quedaron olvidados en el camino, exterminados por una cotidianeidad filosa y oxidada. Será que estaré condenada a repetir indefinidamente este aprendizaje como un eterno retorno que se reinaugura cada vez que me bajo en Retiro. Y al volver, la rutina pareciera un Leteo que me sume en un gran sueño del que no puedo despegar. Sólo me quedan las marcas físicas, los rastros, los aromas impregnados en la ropa. Sólo me queda luchar contra el fantasma olfativo al cual confundo con lo real, siendo éste, solamente, una sombra bastante paliducha.

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